30/03/2024 23:56hs.
En 1963, la filósofa alemana de origen judío Hanna Arendt introdujo, a través de sus crónicas del juicio al jerarca nazi Adolf Eichmann que luego le inspiraron un libro, un concepto que se recogió como “la banalidad del mal”. Intentando explicarse cómo era posible que ejecutores de las peores atrocidades contra la humanidad no expresaran culpa o remordimiento, advirtió sobre las personas “normales” que actúan dentro de las reglas del sistema que las contiene, sin reflexionar sobre sus actos ni las consecuencias de estos.
Decía Arendt que había que estar siempre atentos a la “banalidad del mal”, devenida de la falta de pensamiento crítico y asunción ética de las conductas propias, que quedan como diluidas en comportamientos masivos.
Salvemos las grandes distancias: no compararemos aquí a uno de los ejecutores responsables del genocidio nazi con un par de decenas de pelotudos que se entretienen yendo a las gradas de la cancha a gritarles insultos racistas a sus adversarios.
Pero aunque varios intelectuales polemizaron con la idea de Arendt, sí podemos tomar prestado su concepto: percibimos que cuando los hinchas gritan en la cancha contra un tipo porque es negro o gitano (este domingo, al Huevo Acuña lo trataron de “mono” y al DT Sánchez Flores, de “gitano”), no parecen tener mayor consciencia de la barbaridad que están haciendo.
Tienen perfecta edad y conocimiento como para saber a qué clase de abismos han rebajado al hombre los comportamientos y las acciones de discriminación y exterminio de razas, pero parecen divertirse humillando a un rival deportivo.
Como si fuera banal estigmatizar al otro por su color, su origen, su raza. Como si la ignorancia y la estupidez pudieran disculpar el odio que anida en esos insultos, y que nunca sabemos dónde va a parar.
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Fuente: Olé