En un relato que hilvana retazos sobre la docencia, el peronismo, los autos, la letra manuscrita, el tango y la infancia, la escritora Mercedes Halfon construye en “Vida de Horacio” el retrato de su padre para, en ese movimiento, sacar la foto de una familia y de una época en la Argentina.
“Mi padre tiene una doble vida -le confiesa la autora al lector en las primeras páginas-. De día, con traje y guardapolvo blanco, es director de escuela. Y de noche, vestido como un maleante, pega por el barrio carteles en los que promociona esa misma escuela. No habla de esos afiches con nadie. Sólo lo sabemos sus hijos y su esposa. Cuando nos metemos en el auto y salimos a toda velocidad, tengo la sensación de que estamos consumando un delito, aunque no tengo claro cuál”.
Halfon (Buenos Aires, 1980) es periodista cultural, crítica de teatro y poeta y desde hace ya una década edifica una obra donde se destacan los matices y la sensibilidad para contar. En 2023 publicó “Extranjero en todas partes”, un perfil del poeta polaco Witold Gombrowicz en la editorial chilena Universidad Diego Portales. En “Diario pinchado”, también publicado por Entropía en 2020, ensayó una novela corta con formato de diario que desiste del encasillamiento de los géneros para contar la estadía de la novia de un poeta becado en Berlín, un libro que se inscribe en una tradición de diarios y novelas sobre estadías y extrañamientos en la capital alemana. Y antes, en «El trabajo de los ojos» (2017, Entropía), había delineado un breve tratado narrativo sobre su estrabismo y el oficio de mirar.
En “Vida de Horacio” Halfon toma las palabras de su padre para recuperar su registro, para que se escuche su voz. “Su memoria se despliega y la mía es un colador, no puedo confiar en ella. Por eso grabo. Me doy cuenta de que necesito saber de él, historias que nunca me contó. No porque sean secretas sino porque ocurrieron hace muchos años y en ese resumen de la vida que se va haciendo a medida que se vive, las pasó por alto. Me pregunto cuántas frases le quedan por sumar a ese resumen. Por eso grabo. Para volver a pasar esas páginas. Y anotarlas al margen, o en el reverso, con mis propios recuerdos. En el relato de la experiencia de un padre frente a una hija aparecen detalles. Pintar paredes con pasta bermellón. Por eso grabo. Por eso escribo”, cuenta en las primeras páginas para dar cuenta del método que le permitió recuperar la voz de Horacio y, a partir de eso, escribir.
“El trabajo fue de escritura, la construcción se fue armando por demandas de forma, hubo cosas que quedaron, otras que se fueron, otras que se recrearon y así. Finalmente se trata de escribir, lidiar con la forma, se trate o no de elementos que provienen de la vida”, contó a Télam sobre su último libro, editado por Entropía.
– ¿Cuándo y por qué empezaste a grabar y registrar la vida de Horacio? ¿En qué momento te diste cuenta que había una historia para contar?
– En el 2020 empecé a grabar a mi padre. Lo primero fue una imagen, que aparece al principio del libro, de él haciendo a mano y yendo a pegar por la calle los afiches donde promocionaba la escuela pública donde era director. Era una imagen que venía a mi mente seguido, esa letra manuscrita inscripta en afiches inmensos y en algún momento se me ocurrió que podía ser un origen posible de mi relación con la escritura. Cuando empecé a grabarlo arranqué preguntándole por esos afiches, y de ahí empezamos a desviarnos hacia otros lados, su trabajo como docente, director, militante, etc. Algunos relatos se tornaban muy potentes, muy conmovedores para mí. Bastante antes de esto había tenido la idea de hacer un monólogo teatral con esa misma historia. Pero cuando empecé a desgrabar y ver el material, me di cuenta de que si yo me metía como narradora y personaje, podía escribirse algo así como una novela, o digamos mejor, una memoire familiar.
– Decís del libro que es un «relato de hija». ¿Qué hay en la mirada de un hijo? ¿Cómo cambió la escritura (y sus procesos: grabar, escribir, repensar, corregir) la mirada sobre la historia de tu papá?
– El grabador hizo que las charlas se encendieran, tuvieran más brillo. Tanto él como yo estábamos más atentos y prendidos. Eso que se dice en el terreno de la curaduría contemporánea de “activar un archivo”, fue lo que sucedió. Todas esas historias que estaban en su memoria, digamos dormidas, o sin visitar hacía mucho tiempo, salieron a la luz. Estar escribiendo sobre él me hizo mirarlo de un modo más intenso, tener más consciencia sobre sus virtudes, o sus dolores, no dar nada por sentado. Luego para mí, las grabaciones se volvían algo distinto. El grabador convertía el relato en un material. Mi padre me había contado muchas veces algunas de las cosas que aparecen en el libro –las dos llegadas de Perón, o su trabajo como director de una escuela dentro de un frigorífico, por ejemplo—pero grabarlas y pasarlas a la computadora, las volvía algo más cercano a la literatura. El trabajo fue de escritura, la construcción se fue armando por demandas de forma, hubo cosas que quedaron, otras que se fueron, otras que se recrearon y así. Finalmente se trata de escribir, lidiar con la forma, se trate o no de elementos que provienen de la vida.
– Recuperás la «doble vida» de tu papá: de día docente de guardapolvo y de noche docente militante que pega carteles. Y también contás que aunque podés y disfrutás de dar clases, vos no sos docente. ¿Qué cuestiones identitarias y vocacionales te interesó trabajar alrededor de la docencia?
– Es gracioso, porque cuando escribí eso, a principios del 2020 era así. Ahora tengo una cantidad de clases, seminarios, talleres y clínicas semanales bastante apabullante. Me fui convirtiendo en tallerista o docente y es algo que disfruto un montón. Supongo que al final con mi padre somos menos distintos de lo que pensaba.
«Me interesó contar la historia de un militante. El peronismo siempre, creo, se enfoca desde el movimiento, desde algo más multitudinario, o colectivo. O desde sus líderes. Y esta es una historia menor, de un militante en particular, como hubo tantos, lo que le da, a mi juicio, una dimensión muy humana, muy tangible a ese compromiso»
– Son varios los temas que reaparecen a lo largo del texto: la letra manuscrita, la docencia, el peronismo, la crianza de los hijos. ¿Cuál fue el eje que te permitió articular la historia?
– Un poco todos esos ejes se van alternando y superponiendo. Nunca se cuenta una sola historia. La militancia se fusionó con la docencia y eso de algún modo también se colaba en su forma de ser padre. Y también los aspectos que me siguen pareciendo vedados, los silencios, las fallas o incongruencias de la memoria. Hay algo que recorre el libro que son las superficies de inscripción de la palabra: los pizarrones, los cuadernos, los grabadores de periodista, los afiches de mi padre, las hojas mecanografiadas de mi madre, las pintadas políticas en las paredes, los micrófonos, los poemas escritos en papeles usados, en el reverso de otra cosa. Me atraen esos modos en que la palabra se manifiesta, quizás más impensadamente. Y también se transmite. Y que vinculan su vida, la mía y la de mi hijo.
– Recordás el blackout de Horacio en el 78, en plena dictadura y ese recorte parece un ejemplo preciso del impacto de la historia en las biografías. ¿Qué perspectiva sobre ese juego entre historia individual e historia colectiva te dio escribir el libro?
– Me interesó contar la historia de un militante, casi diría de base. El peronismo siempre, creo, se enfoca desde el movimiento, desde algo más multitudinario, o colectivo. O desde sus líderes. Y esta es una historia menor, de un militante en particular, como hubo tantos, lo que le da, a mi juicio, una dimensión muy humana, muy tangible a ese compromiso. Por supuesto que cuando una lee ciertas biografías, es fascinante la entrega, el compromiso que tuvieron ciertas figuras emblemáticas. Me gustaba contraponer un caso así, menor, sin importancia colectiva para ver esa dimensión cotidiana de la militancia. Como el gran relato social de un movimiento como el peronismo, puede tener un correlato en una vida. Me conmueven esas historias de militancia. Por otro lado, el libro también se fue convirtiendo en una suerte de museo de ciertos objetos, usos y costumbres de la clase media porteña en la que crecí. Por ejemplo: el magnetófono donde él escuchaba los discursos de Perón, la TV blanco y negro que llegó bastante tarde a mi casa, el combinado de música Audinac donde escuchábamos vinilos, el contestador automático, los libros que leía y cambiaba en parque Rivadavia, y algunas cosas más.
– El libro permite escuchar la voz de tu padre. Incluso aparecen sus silencios. ¿Fue premeditada la intención de que reconociera su registro o surgió a medida que el texto avanzaba?
– Qué lindo lo que decís. Creo que eso, la voz, la manera de hablar, los modismos, refranes, palabras incluso inventadas de mi padre, es lo que más me interesaba preservar y fue el primer impulso del texto. En algún momento pensé que esas palabras también eran un registro que iba a trascender a mi padre y a mí. No es que piense demasiado en serio en la trascendencia por medio del arte, sino más bien en la idea de la trasmisión. Que mi hijo también pudiera conocer a su abuelo, o una parte de él, a partir de esto que escribí. En ese sentido el libro es también una suerte de archivo personal mío y de mi familia, aunque quizás también, también de una época y de una clase.
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Fuente: Telam