Ubiquémonos en los Estados Unidos de 1973: nace la DEA, florece la marihuana, la Asociación Nacional de Psiquiatría quita a la homosexualidad de la lista de enfermedades, está a punto de estallar “el caso Watergate” –la investigación periodística que obligará a Nixon a bajarse de la Presidencia. Corren vientos contradictorios. Y aunque estos hechos no están directamente ligados a la música, la impregnan: ella lo absorbe todo y devuelve un rugido en el aire mundial. Llega, en su gran mayoría, de las islas británicas, pero busca mercado en América del Norte. El 1° de marzo, Pink Floyd lanza su “Dark side of the moon”: se convertirá, con 50 millones de copias vendidas, en el mayor éxito discográfico de la historia detrás de “Thriller” (Michael Jackson) y “Back in Black” (AC/DC).
El protagonismo inglés en los discos emblemáticos que hoy cumplen cinco décadas es casi absoluto. El propio nombre del país se inscribe en algunas obras: “Selling England by the pound”, por ejemplo. Joya de Genesis cuya traducción frecuente (“Vendiendo Inglaterra por una libra”) es equívoca: el espíritu no refiere a la libra monetaria. “Vendiendo Inglaterra al peso” sería en nuestro castellano más fiel a lo que postulaba. De hecho, Inglaterra se estaba ofertando, entregando al gran mercado estadounidense que devoraba ese rock. O eso insinuaba desafiante el pre-punk Peter Gabriel, quien a sus escasos 23, le espetaba al imperio del que era súbdito esa y otras cosas.
La quinta placa de la formación Banks, Collins, Gabriel, Hackett, Gabriel, Rutherford, fue una obra conceptual perfecta. Épica y melancólica, iba de la epopeya narrativa (“The Battle of Epping Forest”, tema que abría el lado B con resto orquestal y se llevaba 12 minutos de los 55 del disco) al intimismo de “More fool me” donde aflora la voz límpida –y la composición– de un baterista llamado Phil Collins. En el tercer surco del lado A, se agazapaba el hitazo “I Know What I Like”, que disparó en los charts.
En una línea más oscura y mágica se inscribe “Houses of the Holly” otro quinto disco, pero de Led Zeppelin. Los refinados salvajes que movían multitudes en shows demoledores llegaron a este álbum explotando a fondo el mismo blues que habían reconvertido con aires celtas y medievales, pero intercalando facetas novedosas. Suman a su repertorio un estilo continental: el folk, llevado al extremo montañés.
Los Zeppelin agregan, también, un poco de inesperado funk (“The Crunge”, último corte del lado A, es todo un homenaje a James Brown). Y hasta suman un semi-reggae («D’yer Mak’er»). Siempre, eso sí, montados en pases maestros, propios de la conversación entre la guitarra retorcida de Jimmy Page, hábil jugador de destiempos (que no lo eran) y su socio John Bonham, el hombre pulso, en batería. La portada que incluía un montaje con los propios hijos del cantante Robert Plant desnudos sobre unas rocas, fue censurada en algunos países por “indecente”.
Qué decir de “El Lado Oscuro de la luna”: pináculo en la obra de Pink Floyd a partir del cual sus siguientes discos fueron irremediablemente parecidos, sino continuaciones. Este lado de los Floyd tiene todo: el susurro, la máquina que demuele, el dinero, el poder, la psicodelia, sintetizadores, clima llevado al infinito y la tenaz voz del loco; acaso, el eco que oía Roger Waters tras la reclusión psiquiátrica de su amigo Syd Barret, que ya no estaba, pero estaba.
La placa incluye aquella deslumbrante voz de la solista Clare Torry cuyo swing demoledor en “El gran baile en el cielo” hizo pensar que era negra, pero no.
“El lado oscuro…” según se ha dicho, fue el tercer disco más vendido de la historia de la música. Y aunque el LP (dicho sea de paso, grabado en los legendarios estudios Abbey Road) motivó ya bastantes análisis, estudios y estadísticas, lo cierto es que sus 43 minutos en diez canciones (ni siquiera es un disco largo) siguen siendo la mejor fuente a recorrer, por inagotable: su hechizo consiste en que no importa cuántas veces lo escuche un mismo oyente; siempre recibirá algo nuevo. Es el disco-alimento de todo músico que se precie.
Retomando el reggae, apenas esbozado líneas atrás en su zeppeliniana versión, aquel detalle no era casual: 1973 es también el momento en que el folklore jamaiquino entra al continente rock de la mano de su principal –aunque no único– embajador. Un título puntual marca aquel desembarco: “Catch a fire”: quinto (otro quinto más) álbum de estudio, de Bob Marley & The Wailers, por primera vez con Island Records, lo cual garantizaba una llegada triunfal al codiciado y codicioso mercado estadounidense.
Paradójicamente, la lírica militante de Bob iba en sentido opuesto al circuito mercantilista –pecando de antiguos podríamos decir “colonialista”– y pretendía concientizar sobre un problema lejano a los fumones de Los Ángeles, que lo abrazaron sin preguntar demasiado.
El reggae acabó conquistando audiencias y embebiéndose de un charme especial, con sus bajos hipnóticos, percusión relajada y buenos arreglos corales. “Catch a fire” seduce con una cadencia que el rock and roll y el propio soul negro desconocían; de Jimmy Page a Mick Jagger, pasando por tantos otros, muchos músicos consideraron que bien valía un reggae en su próximo disco; era una credencial de apertura y buen gusto.
Como ocurrió con el Che Guevara, el mensaje de Marley quedó sin embargo carcomido y subsumido a remeras de moda; el sistema lo deglutió a velocidad luz sin que las batallas propiciadas por sus voces líderes fueran más allá de lo musical.
¿Alguien dijo Jagger? Claro: los Rolling Stones no podían faltar en un 1973 tan fértil. Fue el turno de “Goats Head Soup” o “Sopa de cabeza de cabra”. La placa, como todas, incluye dos éxitos históricos: “Angie” (al cierre del lado A) precedido por “Doo (Heartbreaker)”. No fue un clásico en la discografía de la banda viva más popular del rock.
Abundaban en aquel disco el piano (Nicky Hopkins y Billy Preston mediante) y la voz de Jagger con menos presencia guitarrística de Richards que en otros casos, mientras que el lado B no registra hit alguno, algo raro en ellos. Sin embargo, con “Angie” a bordo, a poco de salir resultó su disco más vendido hasta entonces en los Estados Unidos, con tres millones de copias: cifra sólo superada en la carrera de las majestades satánicas por “Tatoo you” y “Some girls”, con cuatro y seis millones respectivamente.
Y si de quintos discos se trata –valga la sospecha de un conjuro inquietante que ligue al número cinco con el año 1973– qué mejor que hablar de “Sabbath Bloody Sabbath”: placa emblema en el universo del metal. Según la leyenda, Ozzy Osburne, cantante y prócer indiscutido del género, ideó, ante el desmadre que había causado la heroína entre sus compañeros, una “internación musical” en un castillo, en Gales. Allí fueron los Black Sabbath y, favorecidos por el eco de ambientes semivacíos y fantasmales, grabaron ocho himnos entre los cuales está el que da título al álbum, que devino clásico entre los sabáticos. La rareza: incluye la participación del tecladista Rick Wakeman fundador de Yes: la banda menos metálica de la historia.
El único debutante de esta selección: Queen, lanza su disco homónimo el 13 de julio de 1973 una pieza por pocos conocida. La banda de Brian May, con el recién llegado Freddy Mercury, había conseguido, fruto de idas y vueltas, grabar en los estudios Trident, de Londres. Elton Johnn, Frank Zappa, los Rolling Stones, David Bowie, Genesis, Supertramp, George Harrison y otros eran clientes habituales de la sala, muy requerida, y los horarios, en consecuencia, resultaban escasos. Queen debió conformarse con turnos sueltos, en los espacios sobrantes que se iban generando.
La experiencia tuvo el valor de dar un punto de partida al despliegue siguiente. “Queen II” tendría ya el sonido duro, consolidado y contundente que caracterizaría la mitad de su producción. Faltaba aún mucho tiempo para la transformación sinfónica y coral de la Reina con que la asocian los oídos argentinos desde su mítica visita y show en el estadio de Vélez Sarsfield en 1981.
¿Quién dijo Elton John? ¿El inmortal de las pelucas, plumas y anteojos gigantes? ¿El que vendió más de 300 millones de copias a lo largo de 32 discos? ¿El único músico en la historia en mantener al menos una canción dentro del Billboard Hot 100 durante 30 años consecutivos? El mismo: autor del doble “Goodbye Yellow Brick Road” cuya canción homónima, omnipresente en tres generaciones, vuelve una y otra vez a sonar en FMs, películas y biopics.
La placa también se grabó en un castillo –el cantautor adora los destellos monárquicos– pero en Francia. Resultado de este exitazo que lo proyectó a primera división, en 1974 Elton firmó un contrato de ocho millones de dólares para escribir con John Lennon “Whatever gets you through the night” tema que a su vez cantó junto al ex Beatle en el Madison Square Garden de Nueva York.
En el que podría constituirse como el año de las grandes canciones, vio la luz de las disquerías del mundo otra pieza-disco-tema indisociable de su voz: “Let’s Get It On”, de y por Marvin Gaye, único estadounidense de esta selección. El malogrado príncipe del soul, hipersexual en sus performances, siempre en la cornisa de un registro vocal amplísimo tanto como de las armas, la cocaína y las amantes simultáneas, acabó joven: fue asesinado por su propio padre –un predicador metodista– que le disparó tres veces en la cabeza. Pero este disco, grabado una década antes, marcó el hito del funk-soul, que abrazaron y abrazan muchas generaciones, también, muy cinematográfico.
En último lugar, pero acaso el más importante: “Quadrophenia”: disco de The Who que fue también film (en cuyo reparto actúa un joven y desconocido Sting) y ópera Rock . Pero los Who son palabras mayores: La banda inspiró, por ejemplo (y centralmente) a Zeppelin, empezando por la particularísima relación rítmica de la guitarra y la batería en frenético contrapunto (Pete Townshend y Keith Moon respectivamente, a imagen y semejanza de Jimmy Page y John Bonham), el sonido duro y seco con valientes vacíos a partir de aquellos mismos riffs que poco antes habían concebido cándidamente los Kinks y The Who, histórica semilla del hard rock, explotó en su máxima crudeza.
El comienzo de todo, los dorados ’60, no estaban lejos. Pero la nueva década traía pantalones todavía más anchos, pelo hasta la cintura, botas de piel de cocodrilo, la psicodelia a tope: todo lo nacido antes se había convertido en plataforma desde donde saltar o levantar vuelo. Al decir de “No Quarter” (Jones, Page, Plant) uno de los repasados en este viaje a 1973, el año en que vivimos en vinilo: “Ellos traían noticias que merecían atravesarnos/edificaban un sueño / eligiendo el camino por donde no había pasado nadie…”.
📆 1973: el año que vivimos en vinilo
🤘🏻 Se cumplen 50 años de diez discos fundacionales del rock
✍🏻 Gabriel Sánchez Sorondo
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— Agencia Télam (@AgenciaTelam) February 28, 2023
Fuente: Telam