El padre Teodoro era un jesuita bonachón y afecto a las bebidas espirituosas. Desde 1989 oficiaba como párroco en la única iglesia de Guamuchilito, un poblado de diez mil habitantes perteneciente al municipio de Novoalto, a 32 kilómetros de Culiacán, capital del estado mexicano de Sinaloa.
Durante el mediodía del 5 de enero de 1997, aquel hombre de mirada piadosa y barriga prominente arribó en una combi Volkswagen a la finca Santa Aurora, en cuya tranquera había un letrero con la siguiente leyenda: “Dios bendiga a este hogar”. El sacerdote le dedicó a estas cinco palabras un extraño rictus. Poco después, un empleado del lugar le franqueó el acceso.
Ese rancho era el más importante de la región. Se trataba de un conjunto de construcciones con techos de tejas a dos aguas, desparramadas en unos 20 mil metros cuadrados. El vehículo del cura atravesó lentamente un camino de grava; a los costados se divisaba un helipuerto, la capilla familiar, una bodega y corrales con cerdos y faisanes. Apenas tres minutos tardó en llegar a la casa principal, una elegante edificación cuyo interior estaba decorado con muebles estilo Luis VV. El padre Teodoro estaba allí para celebrar una boda
Humberto y Aurora –la hija de la propietaria del establecimiento, quien se llamaba igual que ella– ya tenían casi ocho años de novios. Al cumplir dos, la muchacha fue pedida en matrimonio, pero no fue hasta diciembre de 1996 cuando decidió vestirse de blanco. Comenzaron entonces los preparativos del casamiento, un festejo a todo trapo.
Como es costumbre en los poblados de esa zona, fueron muy pocas las invitaciones oficiales porque la gente se invita por sí sola. De hecho eran más de mil los asistentes al jubileo. Desde temprano habían empezado a llegar para estar presentes en las ceremonias civil y religiosa. El invitado de honor fue el hermano de la novia, nada menos que el jefe del cártel de Juárez, don Amado Carrillo Fuentes, también conocido como “El Señor de los Cielos”.
Pero algo imprevisto sucedió.
Apenas servido el primer plato de la cena –una deliciosa sopa en base a mayonesa– , irrumpieron unos doscientos efectivos del Ejército, secundados por otros tantos policías judiciales y agentes de la Procuración General de la República (PGR). A punta de metralleta y al grito de “¡Nadie se mueva o se mueren aquí!”, arrearon con todo. Ni chance hubo de que los novios bailaran.
Lo cierto es que la soldadesca se fue con las manos vacías. Para ellos, el paradero del afamado narco seguiría siendo un misterio.
Éste, a su vez, ignoraba quien había filtrado a los uniformados el dato de su posible presencia.
La calidez de Judas
Durante el atardecer del día anterior, Carrillo Fuentes había llegado desde el DF al aeropuerto de Culiacán en un vuelo privado de Aeroméxico, con una escolta compuesta por 20 matones. Todos se trasladaron a Guamuchilito en unos vehículos que ya los estaban esperando.
Por entonces, ese sujeto robusto, de ojos verdes y modales afables era considerado el traficante de cocaína más prolífico del planeta, al punto de que –según la DEA– ingresaba al territorio norteamericano unas 180 toneladas de dicha pócima por mes a través de su propia flota de aviones. Ello le causó dos inconvenientes: ser el tipo más buscado por la justicia mexicana y, además, el enemigo más acérrimo de la familia Arrellano Félix, que regenteaba el cártel de Tijuana. Ambos clanes mantenían una disputa que ya había cosechado unos 200 cadáveres.
En Guamuchilito, el capo del cártel de Juárez era querido y admirado. Y él allí se sentía a sus anchas. Tanto es así que, al anochecer de ese sábado, se entregó a una profusa agenda. Primero, jugando como delantero en un equipo de fútbol integrado por sus guardaespaldas: luego realizó una recorrida por las calles del pueblo y, mientras era vitoreado por los lugareños, repartía fajos de billetes a los niños y a toda la gente que se le acercaba.
Al final, fue agasajado por el alcalde con un exquisito pozole –su plato predilecto– en una velada que se prolongó hasta el alba. Durante la mañana del domingo acudió a misa con su guardia pretoriana, cuyo armamento fue respetuosamente depositado en el atrio del templo.
En tal ocasión, el sermón del padre Teodoro fue sumamente emotivo. Y al concluir, saludó con una insospechable calidez al ilustre visitante, antes de escabullirse por una puerta lateral.
Nadie supo entonces que, desde el teléfono de la sacristía, se comunicó con el jefe de la IX Zona Militar de Culiacán, coronel Juan Porfirio Ibañez.
Éste alistó su tropa para entrar en acción aquella misma noche. Pero no sin antes hacer una llamada a la Ciudad de México.
Unos minutos después, el poderosísimo titular del Instituto Nacional para el Combate de las Drogas (Incid), general Jesús Gutiérrez Rebollo, que había atendido aquella comunicación en su lujoso departamento situado en la colonia Lomas de Chapultepec, la dio por terminada con cierta ansiedad.
Entonces levantó otra vez el auricular. Y tras ser saludado desde el otro lado de la línea, solo dijo:
–Dígale ya mismo a Requejo que le avise al hombre que le están por aguar la fiesta.
Siempre es difícil volver a casa
Requejo era un mayor de la IX Zona Militar y, por lo tanto, un subordinado de Ibañez. El tipo no demoró en cumplir el recado de Gutiérrez Rebollo.
–Tenga cuidado porque los guachos –así es como se les dice en México a los militares– están yendo al rancho.
Tales fueron sus exactas palabras.
Por toda reacción, Carrillo Fuentes impostó una expresión impávida. Y su respuesta fue:
–Gracias, amigo. Y salude de mi parte al general.
La impavidez ya se había disipado, puesto que no tenía ninguna duda de que el dato era real.
Lo confirmó unos minutos después por radio, a través de gente suya que permanecía apostada a 50 y 100 metros de la unidad militar en cuestión. En ese mismo instante, salía de allí una caravana de blindados.
Al rato, en motocicletas y camionetas, los hombres de Carrillo Fuentes empezaron a seguir al convoy castrense que, primero, enfiló rumbo a la Playa Altata y, después, al oscurecer, hacia el rancho Santa Aurora.
Allí comenzaba la fiesta.
En tanto, otros 100 efectivos del Ejército habían rodeado Guamuchilito, además de establecer retenes en todas la vía de salida.
Exactamente a las 21,45, la tropa comandada por Ibañez interrumpió la boda de Humberto y Aurora.
En aquel mismo momento, los soldados de un retén emplazado sobre la carretera que lleva a Culiacán revisaban una vieja camioneta Ford ocupada por un agricultor, su mujer y tres niños. Pero la dejaron pasar al aproximarse una 4×4, sobre la cual depositaron toda su atención. Recién entonces, el conductor de la vetusta Ford exhaló una bocanada de alivio. No era otro que Carrillo Fuentes.
Al llegar a Culiacán, el mismísimo mayor Requejo lo ayudó a salir del estado de Sinaloa hasta Nayarit en una camioneta ganadera. De Nayarit a la Ciudad de México ya se vino con su escolta en dos camioneta, fingiendo ser campesinos. Ahora se sabe que, por los servicios prestados, Gutiérrez Rebollo fue recompensado con creces.
Durante la mañana del domingo siguiente causó cierta extrañeza que en la iglesia de Guamuchilito no hubiese misa. Ocurría que el padre Teodoro se encontraba ausente sin previo aviso.
Por la tarde, alguien dejó un paquete en el portón principal del cuartel de Culiacán, a nombre del coronel Ibañez.
Éste, al abrir el envoltorio, palideció, mientras la caja se le escurría de las manos. En ese preciso instante, la cabeza inerte del párroco rebotó en el suelo, antes de quedar boca arriba.
Fuente: Telam