El tipo tardó un buen rato en asimilar su situación: Entonces, dijo:
–Ustedes son unos hijos de puta.
El policía que estaba junto a él, sin mostrarse ofendido, respondió:
–A veces se gana, otras se pierde. Y hoy te tocó perder a vos.
El diálogo concluyó ahí.
El tipo permanecía tumbado, con los brazos esposadas por la espalda. De tanto en tanto alzaba la cabeza para mirar en derredor. La luz de un farol le iluminaba sus cabellos teñidos de caoba.
Fue su segundo tropiezo en ese día. Pero vayamos al primero.
Lo cierto es que las variaciones de su fisonomía ejercían sobre él una verdadera obsesión; sólo en el último mes había lucido tres diferentes cortes de pelo y otras tantas tinturas además de diversos modelos de barba. Aquello justamente supo llamar la atención del personal de la Comisaría 1ª de Lanús.
No menos llamativo fue que acostumbrara a moverse en diferentes vehículos. Ambos detalles lanzaron a los uniformados hacia su seguimiento. Ignoraban, desde luego, que ese hombre era intensamente buscado por la Side y la Policía Federal. Tampoco suponían que se trataba de Gustavo Escobar Duarte, uno de los secuestradores más prolíficos de la época, al que se le adjudicaban unos 30 hechos de tal modalidad.
Al ser detenido exhibió un documento falso. Pero tuvo la mala suerte de ser reconocido por un suboficial. Los otros policías, tras superar el asombro, obraron de un modo casi pavloviano.
Tanto es así que, a cambio de una módica suma, el delincuente no tardó en recuperar la libertad. Seguidamente, se lo vio salir de esa sede policial con el alivio pintado en el rostro. Conservó tal expresión mientras enfilaba hacia la avenida Yrigoyen, tal vez sin advertir que el aire estaba enrarecido.
Aún ignoraba que ese miércoles le depararía otro disgusto.
Hasta que, de pronto, vio dos automóviles semiocultos en una esquina. Y un grupo de vendedores ambulantes, mezclados con unos cartoneros que no se mostraban muy interesados en los tachos de basura. Un simple golpe de ojo le bastó para comprender que en realidad se trataba de un operativo policial encubierto. Incluso reconoció a sus protagonistas: todos ellos pertenecían a la Departamental de Investigaciones (DDI) de Lomas de Zamora.
Su reacción fue instintiva, e inició una desaforada carrera hacia las vías del tren. Los falsos vendedores y cartoneros fueron tras él ya empuñando sus pistolas. Todo concluyó en menos de un minuto junto a un vagón abandonado.
–Ustedes son unos hijos de puta –volvió a decir el secuestrador.
Esta vez el policía no le contestó. Era la medianoche del 17 de marzo de 2004.
Backstage de un delito
Al parecer, el encono de Escobar Duarte hacia sus captores tenía razón de ser. Aquello lo supe unos días después en la mesa de una pequeña parrilla pegada a la estación de Sarandí. Y por boca de un sargento que prestaba servicios en la DDI de Lomas, la misma que había efectuado ese arresto.
Mi interlocutor resumió el asunto con sólo once palabras:
–Escobar “arreglaba” con el oficial principal que lo mandó en cana.
Y soltó un apellido de origen alemán: Steineker.
Luego se lanzaría al relato de una trepidante trama en la que subyacían zonas liberadas, la compra de una fuga y el hilo que por entonces enlazaba la ola de secuestros con algunos altos dignatarios de La Bonaerense.
Su punto de partida tuvo lugar el 18 de septiembre de 2003, cuando fue secuestrado el defensor oficial de Lomas, Daniel Baca Paunero, quien iba en auto con su esposa por una calle de Adrogué al ser cruzado por dos vehículos.
–No te hagás el pelotudo porque no somos villeritos –le soltó uno de los malvivientes a modo de presentación.
Para rubricar su frase descargó un culatazo en la muñeca de la víctima.
Baca Paunero terminó cautivo en una quinta, mientras que a su mujer la dejaban ir para buscar el rescate. Al final, su marido fue liberado pocas horas después por dos mil dólares. Una ganga.
Al día siguiente, Steineker y los dos máximos jefes de la DDI oían con suma curiosidad las declaraciones televisivas de Baca Paunero después de su liberación. La pantalla lo mostraba con el brazo izquierdo en cabestrillo. Fue cuando lanzó un dato inquietante: “En la quinta donde me tuvieron había otras dos personas secuestradas”.
Tal confesión fue para los policías como un baldazo de agua fría.
–¡Gustavo nos está caminando! –exclamó uno de ellos.
Habían sido defraudados en su buena fe; la reacción no se haría esperar. Escobar Duarte fue detenido ese mismo día en un monoblock situado en la periferia de Avellaneda. Luego llamó a su mujer para sólo decir:
–Estoy volteado. Juntá plata que van a ir unos muchachos a buscarla.
Su libertad fue pactada en 15 mil dólares y cinco mil pesos de la época.
En este punto del relato, mi interlocutor esbozó una sonrisa socarrona, antes de efectuar la siguiente revelación:
–A los comisarios sólo les llegaron los cinco mil pesos.
El resto habría quedado en los bolsillos de Steineker. Por lo tanto, los dos comisarios fueron inadvertidamente “caminados” por segunda vez en una misma jornada.
Durante esos días, la DDI de Lomas estaba al mando de los comisarios Alberto Módola y Fernando Montechiari. Y ambos aparentaron poner todo su empeño en esclarecer el secuestro de Baca Paunero. Compartían esa tarea con la Side y la Federal, que fue la que logró dar con el prófugo en un aguantadero de barracas durante la primera quincena de octubre.
El siguiente capítulo de esta historia salió en los diarios: el secuestrador pudo huir de un camión celular del Servicio Penitenciario. Ahora se sabe que a cambio de 100 mil pesos.
Pero sus tribulaciones no terminaron allí.
La brigada al mando de Steineker dio rápidamente con él, otra vez en un escondite situado en Avellaneda. Y por sólo 12 mil dólares obtuvo la libertad y dos pasajes con destino a la ciudad uruguaya de Colonia. Fue –diríase– un costoso paquete turístico.
Quizás durante su exilio, ese sujeto haya tenido tiempo para reflexionar acerca de la paradoja que le deparó su destino de secuestrador: haber tenido que pagar por su propia persona tres rescates sucesivos por un total de 55 mil dólares contantes y sonantes.
Escobar Duarte volvió al país en enero de 2004 para retomar el ejercicio de su profesión, hasta ser definitivamente detenido –como ya se sabe– en esa medianoche de marzo. Pero más que su arresto propiamente dicho, lo que a él le indignaba era que su captor fuese precisamente Steineker.
El sargento que me oficiaba de informante remató su relato, justo antes de liquidar la última copa de tinto. Luego se perdió tras la puerta, dejándome con la cuenta impaga y la sensación de haber escuchado una historia irreal.
En primera persona
En los días posteriores me dediqué a corroborar el asunto. A tal efecto recurrí a otras fuentes policiales y hasta pude dar con algunos allegados al detenido. Absolutamente todo encajaba con la historia que me habían contado. Y el 24 de marzo publiqué una crónica al respecto en la revista TXT.
Al parecer, eso causó cierto nerviosismo en Módola y Montechiari. Razones no les faltaban. El primero de ellos acababa de ser premiado con la titularidad de la Dirección General de Investigaciones. Y el otro había terminado como jefe del Comando de Patrullas de Avellaneda. Claro que eso coincidió con la salida de la revista, por lo que ellos me enviaron un emisario.
Aquel individuo chorreaba simpatía y me propuso tomar un café con sus mandantes. Acepté, pero con una pequeña condición: que lo tomáramos en la redacción de la revista. El encuentro jamás se produjo.
Semanas después fui citado para ratificar los términos de mi artículo en una fiscalía de Lomas. Después no supe más del caso. Entonces creí que no había prosperado en la esfera judicial. Sin embargo, no fue así.
Recién me di cuenta de ello a fines de 2005, al toparme de casualidad por Internet con una resolución de la Corte Suprema de la Nación que, ante un incidente de competencia entre la justicia federal y la ordinaria, decidía que el caso pasara a la primera. Así me enteré que Escobar Duarte había ratificado hasta la última letra de mis dichos. Y que los comisarios, junto con Steineker y otros policías estaban debidamente procesados.
Pasaría otro año sin ninguna novedad.
Hasta el 28 de noviembre de 2006, cuando sonó mi teléfono. En el otro lado de la línea estaba la voz que, casi tres años antes, me había revelado esta historia. Ahora sonaba exultante. Y atragantándose con las palabras, soltó la noticia: Módola y Montechiari, más otros once policías de la 1ª de Lanús y de la DDI de Lomas se encontraban en el penal de Marcos Paz por orden del juez federal Carlos Ferreiro Pella.
Curiosamente, nada salió en los diarios.
Ni el 18 de diciembre, cuando el magistrado los liberó al desestimar la figura de “asociación ilícita”. Pero al menos fueron exonerados de la fuerza, conservando sus procesamientos por “cohecho pasivo, falsificación de firma y de instrumento público”.
Nunca más supe de ellos.
Sí de Escobar Duarte. Ya condenado a 36 años de prisión, obtuvo en 2016 un permiso para visitar a la mamá, escapó y fue recapturado dos meses después. Aún sigue preso. Es que la suya es vida llena de idas y vueltas.
Fuente: Telam