Sylvia Molloy (1938-2022), pionera en abordar en su obra temas de la cultura LGBTQ+, construye en su libro póstumo, «Animalia», una serie de relatos en los que recrea su deseo trunco de tener mascotas, durante la infancia, y la convivencia que labró de adulta junto a distintas especies a través de un vínculo de amor, sorpresa y desconcierto por la sabiduría y la energía sanadora que atesoran ciertos animales.
Desde esa premisa, la autora de la novela emblemática «En breve cárcel» -ícono de la literatura queer- y precursora en abordar la autobiografía para producir literatura difuminando la rigidez de los géneros, construye en el libro, editado por Eterna Cadencia, una obra donde habla de entrega mutua, experimentación, y también del amor incondicional del que son capaces los animales.
«Me llevó mucho tiempo, y el paso por dos países que no eran el mío, para darme cuenta de que para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno», reflexiona en la obra, Molloy, quien vivió a partir de la década del 70 en Estados Unidos, donde ejerció la docencia y llegó a convertirse en 1974 en la primera mujer en conseguir un puesto titular en la Universidad de Princeton.
«Lo raro juega un papel preponderante en mi escritura. Me interesa temáticamente por razones autobiográficas, pero diría que no son necesariamente las más importantes. Me interesa sobre todo trabajar una perspectiva oblicua, el punto de vista del homosexual que, al igual que el exiliado, nunca se siente del todo seguro, o incluido», había manifestado Molloy sobre su vida, obra y visión del mundo.
Escritora, crítica literaria y ensayista, fue autora de otras obras, como «El común olvido» (2002) y «Desarticulaciones» (2010). Su último libro publicado en Argentina fue «Varia imaginación», una «versión engordada» -como lo llamó la autora en diálogo con Télam- del trabajo que ya había publicado en 2003 por Beatriz Viterbo y que era considerado un clásico de la literatura argentina.
En el recorrido de historias reunidas en «Animalia», la autora deja registro de la evolución del vínculo que fue forjando con distintas especies, a partir de la prohibición de tener mascotas en la casa familiar, donde sin embargo su madre, «tan reacia a mostrar cualquier sentimiento que pudiera inspirarle un animal», buscaba alimentar con carne cruda teros que se acercaban al jardín. A alguno de ellos le podaba una de las alas para que no levantara vuelo con los demás.
A falta de mascotas típicas de la infancia como perros y gatos, de niña buscó jugar con bichos cascarudos y escarabajos rinocerontes que aparecían en el jardín de su casa, y los «ponía en fila y los hacía marchar». Pero luego de que sus padres le objetaron que jugara con esos insectos porque consideraban que «los bichos eran asquerosos», se refugió por un tiempo en la lectura de libros referidos a la vida animal.
Los gusanos de seda ocuparon, en otro momento, el lugar de sus inquietudes. Junto a esos insectos de andar lento y gruesa fisonomía, descubrió aspectos desconocidos de su naturaleza: «los gusanos armaron sus capullos lentamente envolviéndose en ellos, como quien se amortaja, los capullos eran de colores diversos, amarillos, rosados; las mariposas que emergieron, en cambio, de un gris lechoso y aburrido».
En otros relatos, Molloy evoca la adopción de una perra que terminó maternando a un gato, a la que se suman las instantáneas que atraviesan los tiempos de pandemia donde, al igual que los humanos, la convivencia en el encierro se hacía tediosa y otras veces la compañía de los varios gatos se transforma en un bálsamo, en tiempos donde ya estaba enferma de cáncer.
«No es cualquier gato. Es invariablemente el chúcaro que durante años evitó a todo ser humano y que ahora se instala sobre mí, ya a lo largo de mis piernas, mirando para adelante, cual esfinge nocturna, ya en mi pecho, mirándome fijo. Sé que me mira porque una vez cuando prendí la luz me sorprendieron sus ojos, su mirada torva, casi encima de mi cara, como si me vieran por primera vez».
La convivencia con su pareja, Geiger, en Estados Unidos, aparece con relatos en los que también sobrevuela lo amenazante como la aparición de una serpiente en un círculo que habían formado sus cuatro gatos, en uno de sus descansos.
En otros, aparecen Pearly, Ruby y Goldie, las gallinas que adoptaron junto a su pareja en Long Island, y se sumaron a otras bautizadas con los nombres de mujeres de presidentes muertos, Eleonor, Jackie, Ladybird, Imelda y Evita, en un juego de humanización que caracteriza la convivencia entre los animales y las personas.
Con la muerte de varias de estas gallinas, «llegó otra tanda, llena de energía, esta vez recibieron nombres de deportistas gay -Martina Navratilova, Renée Richards, Billie Jean King- porque ejemplarmente desafiaban lo binario». Luego, llegaron tres pollitas polacas que en lugar de cresta tenía un pelucón rubio platinado, que les recordó a Andy Warhol, por lo que las llamaron «las chicas de Warhola o, a veces, las Warholitas», ya que apellido del artista originalmente era Wharhola, cuenta la autora en la obra.
Entre menciones a Borges y otras evocaciones, Molloy rescata en uno de los relatos a la gata Gloria, devenida en Glory, gran proveedora de trofeos como ratas muertas y pájaros agónicos, y en la que da cuenta del poder sanador de los felinos. «Cuando yo me recuperaba de aquel accidente en que me rompí la pierna, alguien me dijo que los gatos, o más precisamente el ronroneo de los gatos, ayudaba a soldar los huesos. Esa opinión, para nada científica pero no por ello necesariamente errónea, fue reafirmada por una amiga. Me pasé dos meses en el cuarto que daba al jardín, sin poder caminar, con la pierna en alto, envarillada, y Glory en la falda», recuerda.
El especial amor por los gatos es una constante en este libro de Molloy, donde da cuenta de adopciones constantes de felinos, entre los que recuerda a Circulita, una gata casi ciega, que caminaba en círculos, pero sorprendentemente, nunca llegó a chocarse ningún tipo de objeto.
Entre esas adopciones también aparece Charly, «un perro de agua portugués, elegante, obediente, con sentido del humor» que un día que lo dejaron solo, pero en compañía de una gata «se comió (de rabia?) medio volumen de las memorias de Lucio Mansilla».
Fuente: Telam