Los ataques inéditos a obras maestras del arte universal que grupos ambientalistas protagonizaron este año contra el cambio climático y la contaminación, y que alcanzaron su clímax de viralización en mayo con el tortazo a «La Gioconda» de Da Vinci en el Louvre y cinco meses después con la imagen de sopa de tomate chorreando contra «Los girasoles» de Van Gogh, abrieron el debate respecto a la efectividad de esas acciones, por muchos desestimada, pero también sobre el valor de las obras de arte y su potencia catalizadora como herramienta de protesta y, sobre todo, ante qué nos escandalizamos como sociedad.
Da Vinci, Van Gogh, Picasso, Monet, Klimt, Veermer, Turner, Constable. Gran Bretaña, Francia, España, Alemania, Italia, Países Bajos, Melbourne (Australia). También la idoneidad de las medidas de seguridad en las mecas artísticas del mundo fue puesta en cuestión con estas acciones. El año termina con activistas arrestados, enjuiciados y condenados por vandalismo contra obras de maestros cruciales en la narrativa de la historia del arte en Occidente y con una inquietud: «Es pura suerte que hasta ahora ninguna pintura haya sufrido daños. Ocurrirá tarde o temprano» (Asociación de Museos Alemanes).
Los casos más resonantes
El 5 de julio, ambientalistas de Just stop oil fueron arrestados en la Real Academia de las Artes, en Londres, después de pintar con spray una copia de «La última cena» de da Vinci valuada en cientos de millones de dólares. Un día antes, miembros del grupo habían sido arrestados por vandalizar en la Galería Nacional de Londres «La carreta de heno», una de las grandes obras de la historia de la pintura británica del pionero en el paisajismo inglés, John Constable. Le pegaron encima una versión propia que incluía aviones, pavimento y grandes edificios de fondo, causándole solamente daños menores al barniz y el marco.
Ya en octubre -un día después de que un militante sentenciado luego a dos meses de prisión pegara su cabeza al vidrio que protege el icónico cuadro de Vermeer «La joven y la perla», pintado en 1665 y exhibido en el museo Mauritshuis de La Haya-, representantes de museos europeos y neoyorquinos condenaron los ataques contra obras de arte y consideraron «desesperante» la situación: algunos sugirieron medidas más fuertes y otros, como el Louvre o los museos británicos, insistieron en «no ceder al pánico».
Solo en noviembre, en vísperas de la conferencia sobre el cambio climático COP27 que se hizo en Egipto, militantes de Extinction rebellion pegaron sus manos al marco de «La Maja desnuda» y «La Maja vestida» de Goya en el Museo del Prado de Madrid, intentando generar conciencia sobre los riesgos nefastos del calentamiento global; activistas de Última generación tiraron líquido negro sobre el cuadro «Muerte y vida» de Klimt en el Museo Leopold de Viena: «Los nuevos pozos de petróleo y gas son una sentencia de muerte para la humanidad», postearon en Twitter; y en Milán cubrieron de harina un auto pintado por Warhol al grito de «‘¡No habrá más comida ni agua, hay un colapso ecológico!».
Y en París, el grupo Última renovación -parte de la Red A22 presente en 11 países, que profundiza los gestos espectaculares para denunciar la inacción climática y reclamar a los gobiernos acciones fuertes- roció con pintura naranja el monumento «Horse and Rider» de Charles Ray, referente de la escultura estadounidense contemporánea. «El eco-vandalismo sube un escalón», tuiteó ese día la ministra francesa de Cultura, Rima Abdel Malak. El contexto: hacía varias semanas el movimiento se movilizaba en Francia bloqueando autopistas e interrumpiendo espectáculos y encuentros deportivos.
L’éco-vandalisme monte d’un cran : une sculpture non protégée de Charles Ray a été aspergée de peinture à Paris. Merci aux restauratrices qui sont intervenues rapidement. Art et écologie ne sont pas antinomiques. Ce sont au contraire des causes communes! pic.twitter.com/LYGx2lPjVF
— Rima Abdul Malak (@RimaAbdulMalak) November 18, 2022
Desde el museo Barberini de Postdam donde el 23 de octubre Last Generation cubrió con puré de papas el vidrio protector de «Les Meules» de Monet, consideraron que las «normas internacionales de protección del arte ya no son suficientes». Prohibir bolsos, camperas y hasta «quizás también registrar a los visitantes», fue la propuesta que se escuchó desde la Asociación de Museos Alemanes. «Por supuesto, entendemos la causa», pero «no tenemos absolutamente ninguna tolerancia con el vandalismo», subrayaron voceros de esa entidad, «es pura suerte que hasta ahora ninguna pintura haya sufrido daños. Ocurrirá tarde o temprano».
Dos días después de esa declaración, el 31 de octubre, el ministro de Cultura francés habló de «ecoterrorismo» para designar la acción de una activista radical, frustrada gracias al endurecimiento de las medidas de seguridad, cuando intentaba lanzar sopa contra el «Autorretrato de Saint-Remy» de Van Gogh, pintado en 1889 y exhibido en el Museo de Orsay en París.
Denuncias, ecología y la llegada del mensaje
Las acciones de denuncia emprendidas por estos activistas ecológicos -enfocadas en la capacidad de escándalo e indignación de la sociedad- ampliaron el debate mucho más allá de lo atendible a la seguridad. ¿Estos ataques reactualizan el valor de las piezas vandalizadas? ¿Cuánto se resignifica y transforma una obra de arte al ser intervenida de esta manera? y, si esos reclamos persiguen la activación de medidas urgentes contra la crisis climática, ¿de qué nos escandalizamos? ¿Vale más el arte que la vida del planeta? Volviendo al principio: ¿Son capaces esas acciones de lograr el fin que postulan perseguir?
Mucho se debatió respecto a si ese juego fue efectivo, si logró llevar el mensaje que estos grupos proponían a quienes se lo proponían, viralizada cada acción a partir del impacto que suponía la destrucción de una obra maestra de arte que no fue tal. Todas las intervenciones parecieran haber sido cuidadosas al respecto, realizadas muchas de ellas por estudiantes de arte que parecieran haber querido mantener la farsa. Quien estudia arte sabe de las estructuras de seguridad que velan esas obras y saben que no se las destruye ni con sopa ni con tortas. Entonces surgió otra pregunta que se debatió en los círculos de arte, por fuera de los medios y el gran público, ¿era esto vandalización?
«Lo que pretendían denunciar se vio absolutamente eclipsado por la impactante lectura simbólica de la acción, claramente nadie podría articular el simulacro de dañar una obra de arte con una protesta en defensa del medioambiente. El medio destruyó el mensaje, porque se pretendió poner en discusión el orden mundial con aquello que sustenta a ese orden, es decir los medios de comunicación»Andrés Duprat
Andrés Duprat, director del Museo Nacional de Bellas Artes, que en su planta baja exhibe la única obra de Van Gogh que puede encontrarse en colecciones públicas de la Argentina -«Le moulin de la Galette», un óleo de 61 por 50 centímetros pintado entre 1886 y 1887-, consideró, «eficaces» a estas acciones en su «concepción práctica» pero «fallidas» en cuanto a «lo simbólico».
Con el ejemplo del atentado contra «Los girasoles» de Van Gogh, señaló como «aciertos» la elección de la obra, «una pieza icónica y valiosísima realizada por uno de los artistas más célebres y conocidos por el gran público en la historia del arte», expuesta en la National Gallery de Londres, «uno de los museos más famosos y visitados del mundo, que recibe más de seis millones de visitantes por año». Eso, aseguró, «garantizó prensa mundial», más allá de la viralización en redes.
Vincent van Gogh pintó siete versiones de sus girasoles, cinco de las cuales están en museos de acceso público: la National Gallery de Londres, el Museo de Arte de Filadelfia, la Nueva Pinacoteca de Múnich, el Museo de Arte Sompo en Tokio y el Museo Van Gogh de Ámsterdam. De las dos restantes, una pertenece a una colección privada estadounidense y otra fue destruida por el fuego en 1945, durante la Segunda Guerra Mundial.
El yerro de las fulgurantes operaciones de estos grupos ambientalistas estaría en el orden de lo conceptual, «lo metafórico no funcionó», señalaba el experto entrevistado por Télam, «lo que pretendían denunciar se vio absolutamente eclipsado por la impactante lectura simbólica de la acción, claramente nadie podría articular el simulacro de dañar una obra de arte con una protesta en defensa del medioambiente. El medio destruyó el mensaje, porque se pretendió poner en discusión el orden mundial con aquello que sustenta a ese orden, es decir los medios de comunicación».
«El símbolo que se pretendía impugnar no remite inmediatamente a la destrucción del planeta, ni al hambre ni a nada que se le parezca. La prueba es que hoy el público está hablando de la vandalización de la obra de Van Gogh y no de las consignas propuestas por los activistas. Como herramienta política la acción falló rotundamente«, graficó.
Algo interesante es la pregunta que provocaron en la sociedad, indicaba el docente e investigador de arte Juan Albin: «Por qué nos escandalizamos y consternamos hasta el punto de hacer intervenir a la policía y al poder judicial cuando se daña a una representación de la naturaleza, los girasoles en este caso, y no cuando todos los días asistimos a la explotación y a la devastación de nuestro planeta».
«Por qué nos escandalizamos y consternamos hasta el punto de hacer intervenir a la policía y al poder judicial cuando se daña a una representación de la naturaleza, los girasoles en este caso, y no cuando todos los días asistimos a la explotación y a la devastación de nuestro planeta»Juan Albin
Justamente en un momento en que los museos buscan políticas más amigables con sus públicos, facilitando los accesos a sus acervos y renovando las formas de hacerlo, «lo que ponen en discusión estas prácticas de vandalización es el modo en que nos relacionamos con las obras de arte», marcado por cierta distancia contemplativa propia de la modalidad estética instalada desde fines del siglo XVIII y de la consolidación de espacios de exhibición como los museos», indicaba Albin.
El pedido de atención lanzado a la arena pública por estos grupos radicales pidiendo respuestas multiplica las preguntas: ¿Puede decirse que esos ataques han puesto a circular a esas obras de manera masiva, alcanzando segmentos poblacionales que posiblemente nunca las hubieran conocido? ¿Puede asegurarse que las obras en cuestión efectivamente no fueron dañadas? ¿Existe un riesgo de contagio, de radicalización que exponga a otras obras a otras tribulaciones? Por otra parte, si se abusa del recurso, ¿se seguirá logrando el efecto buscado?». Esas respuestas están por venir.
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Fuente: Telam