Las piruetas del presidente de la FIFA, Gianni Infantino, en Qatar, se expresan en esa foto donde posa sonriente junto a una ministra del gobierno alemán que luce su brazalete One Love, el mismo que les prohibieron usar a los capitanes de siete naciones europeas, que denunciaron haber sido amenazadas con sanciones disciplinarias si lo exhibían. A cambio, les ofrecieron portar uno con la leyenda “No a la discriminación”, en forma genérica, sin aludir a la diversidad sexual en un país que la persigue y penaliza.
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En su afán de hacer equilibrio entre la industria multimillonaria que gestiona y las disparidades entre culturas, Infantino hizo antes del torneo un llamado enérgico a que el fútbol se mantuviera al margen de “cada batalla ideológica y política”. Consideró hipócritas las condenas de la moral occidental, a la vez que coqueteó con ese calificativo cuando dijo que se sentía “árabe, trabajador migrante y gay”, en un lugar donde mucho hay que explicar sobre las condiciones en que se construyeron los estadios y la infraestructura, y donde la homosexualidad es pecado, enfermedad y delito.
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Que se intente “proteger” al fútbol de consignas político-partidistas parecería, más allá de cierta ingenuidad, comprensible. Pero la propia FIFA no tardó en excluir del Mundial a Rusia por su sangrienta invasión a Ucrania. No la consideró un tema de geopolítica mundial, sino humanitario. Esto es lo que ya no se puede contener: la discriminación a la mujer y la diversidad sexual es asunto humano y social que trasciende políticas e ideologías.
Dinamarca amenaza salirse de la FIFA; los ingleses ponen la rodilla en tierra en defensa de la integración de los negros; los alemanes posaron tapándose la boca pidiendo respeto a su libertad de expresarse: hay cosas cuyo avance en el mundo, por más asepsia que se intente y por más industrias multimillonarias que se defiendan, es inexorable incluso para la FIFA.
Fuente: Olé