Fuad Jorge Jury, Juan Jorge Jury Olivera, o simplemente Leonardo Favio nació el 28 de mayo de 1938 un día para recordar porque comenzó la historia de una de las figuras relevantes del espectáculo argentino, como actor primero, como director de cine autodidacta, cantante siempre aplaudido, tanto por el público del «sabado a la noche», como por la crítica reputada que con sus películas logró entender que el arte no necesitaba poner distancia de lo popular para ser interpretado desde los sentimientos.
A primera vista podría interpretarse está definición como un juego de palabras pero en verdad es la mejor manera de sintetizar una pequeña -pero grande- obra cinematográfica, con dos cortometrajes uno de ellos inconcluso el otro pocas veces visto, ocho largos de ficción que pueden, con mucha justicia, considerarse obras maestras y una única propuesta documental monumental, (¿una miniserie?), política, de fervor casi religioso, todas sin excepción identificables con solo ponerle el ojo a un fotograma.
Favio, murió tras una internación que tuvo varias idas y venidas, el 5 de noviembre de 2012, y su velorio, tal como él mismo lo hubiese definido, tuvo lugar en un salón del Congreso de la Nación, una noche por la que desfilaron funcionarios, políticos, amigos, colegas pero, muy en especial gente común que es probable desconozca sus tres primeras películas en blanco y negro, recuerde las dos siguientes por su masividad pero que, sin lugar a dudas, recordaban sus temas sonoros de bailes de carnaval.
En verdad el gran entrenamiento que tuvo Favio en el arte de dirigir cine llegó cuando le tocó trabajar a las órdenes del ascendente Leopoldo Torre Nilsson, que lo convocó en seis largometrajes, una verdadera escuela en la difícil tarea de poder estar detrás de la camara dando órdenes, más allá de siempre aseguró que la idea de asumir ese papel surgió cuando conoció a la actriz María Vaner y se puso como meta conquistar su corazón, un sueño que finalmente concretó.
El gran debut de Favio en ese universo del largometraje por entonces solo accesible a unos pocos privilegiados coincidió con el final de la Generación del 60, todavía en caliente la nouvelle vague francesa, que de la mano de Francois Truffaut venía de proponer aquel poema visual llamado «Los 400 golpes» (1959) que con apasionada poesía tomo como eje a un niño parisiense en medio de las múltiples impurezas sembradas por los adultos. Esa péra prima se llamó «Crónica de un niño solo» (1965).
Favio siempre se resistió a confesar que había visto aquella película y nunca sabremos sí antes de dirigir el desenlace de «Juan Moreira» vio «Taxi Driver», antes de «Nazareno Cruz y el lobo», había tomado apuntes al ver la obra de Federico Fellini o sí descubrió primero a «Toro Salvaje», de Martin Scorsese o «Bodas de sangre», de Carlos Saura, antes de salir a la carga con «Gatica, el mono» y la versión bailada de «Aniceto», porque él se encargaba de negarlo
Es más: cada vez que en una charla informal el tema se ponía sobre la mesa, a Favio le encantaba decir que «a los débiles los escupe Dios» (Apocalipsis 3: 15-17)y, además, le encantaba mentir un poco o mucho despendia siempre de su interlocutor, como es costumbre de muchos chicos de la calle que por sobrevivir son capaces de encontrar la mejor justificación para sus picardías o más, para lo que es convención llamar «incorrecto» y seguir su ruta, satisfecho, con una sonrisa apenas socarrona, de triunfo naive.
Recordar los 10 años de su adiós físico es una manera de decirle «te extrañamos», y revivirlo según el recuerdo de figura que parecía incansable en rodajes agotadores, con la energía que perdió en los últimos años de su vida porque es probable que algunas transgresiones durante su forzado exilio, incluso las del exceso de trabajo en esas circunstancias poco felices, terminaron pasándole factura con una implacable enfermedad neurológica, que se agravó varios años antes de su final a los 74 años.
Aún así y con esa precariedad que le impedía, por ejemplo tomar un café levantando la taza del plato, que compensaba con una cucharita muy temblorosa, electrificada por ese mismo calor, que él confesaba le quemaba bajo la piel, o caminar sin ayuda, Favio se mostró apasionado por el cine incluso con un guión -«El mantel de hule», un proyecto autobiográfico con Graciela Borges- que le quedó pendiente. Su obra es pura energía, emoción y pasión, y es lógico que tanta belleza termine quemando.
CRÓNICA DE UN NIÑO SOLO (1965)
El cine francés ya acreditaba obras de Francois Truffaut, Robert Bresson y Albert Lamorisse en las que los niños tenían protagonismo, cuando Favio propuso esta poética mirada a la vida de un chico marginal, Polín, y su trágica aventura en un mundo de adultos que nunca tomaron en serio aquello de que «los únicos privilegiados son los niños». La infancia del director fue en parte clave a la hora de convertir en cine una historia que dificilmente podía interesarle al gran público. Y lo logró.
Polín, el niño que está al filo de pasar a la etapa de los descubrimientos, escapa de un reformatorio y su nuevo contacto con el mundo de los libres resulta una experiencia de viaje a lo desconocido con sus nuevos peligros, un poco inocente porque no deja de ser un niño por decreto, pero al mismo tiempo escondiendo esa otra imagen del transgresor, que quiere parecer más grande de lo que realmente es, una historia también signada por la soledad, los pequeños gestos que Favio sabe como registrar.
ESTE ES EL ROMANCE DEL ANICETO Y LA FRANCISCA, DE CÓMO QUEDÓ TRUNCO, COMENZÓ LA TRISTEZA Y UNAS POCAS COSAS MÁS… (1966)
Los hombres del cine de Favio son víctimas, en buena medida por voluntad propia, incluso malos porque son tentados por el mal que puede aparecer, por ejemplo, con forma de mujer, de bruja o simplemente de un diablo. Los hombres en su cine son débiles, por más que se muestren duros y recios , incluso el diablo, porque a fin de cuentas son simplemente humanos, y Aniceto es uno de ellos, con un solo compañero que es un gallo de riña al que también terminará traicionando.
Sin embargo, los pecados de los hombres de Favio son, al menos en los casos de Aniceto y años más tarde Moreira, condenados con la muerte, los dos al querer escapar de su propio laberinto de pasiones. Dicen que la única forma de escapar a un dédalo es por arriba, y así lo hará Aniceto (siete años después Juan Moreira), pero el destino es ineludible: del otro lado lo espera la muerte de la que él quiere escapar, y es en ese punto es donde sus relatos podrían emparentarse con Borges y Bioy Casares.
No es un héroe sino un canalla que puede enamorarse fácil pero no mide límites y cae en su propia trampa: el relato no tiene muchos diálogos, por lo contrario las pocas palabras que se escuchan son para explicar lo obvio, nimiedades: se trata de un cine que no necesita de textos para contar su historia porque lo que se narra con la cámara tiene suficiente fuerza como para predecir que el pasaje al acto de protagonista terminará, inexorablemente, muy mal.
Y allí estuvieron Federico Luppi, Elsa Daniel y la idolatrada María Vaner, pieza clave en el relato porque da cuerpo a la tentación, al punto debil del macho seductor, la obcenidad materializada, justamente la antítesis de Francisca, que a fin de cuentas deviene símbolo de amor ideal y puro, ese para el que Aniceto, es evidente, no está preparado.
EL DEPENDIENTE (1968)
Fernández es un hombre gris y como tal, trabaja en una ferretería de pueblo en la cual es dependiente, a la espera de la muerte de Don Vila, su propietario, quien lo designa como su heredero. Conoce a la Señorita Plasini, una chica, retraída pero bella, hija de un borracho de la zona, con quien al recibir la ansiada herencia se casa, sin embargo sometido a la enigmática mujer como consecuencia de su carácter de «dependiente», toma una decisión impensada.
El tercer largometraje de Favio, en blanco y negro, tuvo como figuras centrales al uruguayo Walter Vidarte, Graciela Borges, Fernando Iglesias «Tacholas», Nora Cullen, Martín Andrade y Linda Peretz, con las voces del mismo Favio y de Edgardo Suárez como relatores, y en su banda de sonido se mezclan Bach, un compositor admirado por el director, con el toque tanguero de Canaro y Filiberto.
El filme recibió una Mención Especial en el Festival de Cine de San Sebastián, el Premio Nuevo Cine y el de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina para Walter Vidarte como mejor actor.
JUAN MOREIRA (1973)
Favio incursiona por primera vez en el cine en color y traza una epopeya marginal que permitió, con la mirada en perspectiva que facilita el tiempo, un sinfín de interpretaciones. Diferencias más o menos, todas coionciden un una verdad contundente: su historia y sus personajes, incluso el desenlace, no hace otra cosa que hablar de Argentina y de los argentinos.
Cuando se estrenó «Juan Moreira», el país retornaba a la democracia tras un primer larguísimo proceso de proscripciones, en realidad la más importante era la de Juan Domingo Peron y del peronismo en su vastedad, que había sidoderrocado con el golpe cívico-militar de 1955 y todavía estaba vigente. Por eso, mientras esto ocurría, el candidato peronista fue Hector J. Campora.
Con Cámpora en el gobierno, el líder pudo retornar al país. Lo hizo en medio de una inesperada batalla campal en la que el Favio, que había regresado acompañando a Perón en el chárter que lo llevó de Barajas a Ezeiza, tuvo una participación crucial. El actor, cineasta y cantante había aceptado oficiar de presentador en la jornada que tendría lugar en un escenario montado en las cercanías del Aeropuerto de Ezeiza, donde se desataron enfrentamientos trágicos de los que fue testigo/protagonista involuntario.
Tiempo después de aquel 24 de mayo en que «Juan Moreira» se proyectó por primera vez con público (un día antes de la asunción de Cámpora), muchos aseguraron que el cineasta se habla inspirado en el presente para retratar a ese personaje de la literatura argentina, un antihéroe «vago y mal entretenido», según lo pintaban quienes lo condenaron, un producto de la política de comité que terminó siendo sacrificado con un ritual muy parecido al que habla sufrido Aniceto en «El romance…».
«Favio vivisecciona un tramo de nuestra historia donde la maquinaria política cosifica al individuo, lo usa y luego lo destruye. Y su intelectualidad, apartada del concepto, se afinca en la imagen, en el cine, componiendo una visión delicada, intensa y lírica. Absorbente y a veces maestra, de una jerarquía desacostumbrada en el cine argentino», aseguró el crítico Carlos Morelli, en su reportaje del matutino Clarín.
NAZARENO CRUZ Y EL LOBO (1975)
Leonardo Favio siempre recordaba qué cuando era un niño y un poco más escuchaba en la radio de su pueblo en Mendoza las radionovelas de Juan Carlos Chiappe, un guionista caracterizado por tomar temas populares para relatos muy apasionados que recurrían a un realismo mágico qué la literatura latinoamericana todavía no había patentado como tal, y que su madre fue también guionista de este tipo de producciones.
Esta matriz argumental le sirvió a Favio para construir un inmenso set sumergido dentro de Campo de Mayo, en la Tosquera de Don Torcuato, en donde el personaje se cruzaría con una bruja, la Lechiguana, el mismo diablo y un sinfín de otras criaturas surgidas de la fantasía en un entorno que muchos compararon al de algunas fantasías de Federico fellini y qué otros definieron como una apuesta operística que Favio supo conducir como solo pueden hacerlo los directores de orquesta con sus músicos.
Para lograr está afinada partituray su libreto subtitulado «Las palomas y los gritos», contó con trabajos de Juan José Camero, Alfredo Alcón, Marina Magali, Lautaro Murúa, Nora Cullen, Elcira Olivera Garcés y Marcelo Marcote, a fotografía de Juan José Stagnaro, la música de Juan José García Caffi y Jorge Candia, que incluye el pegadizo tema «Soleado» («Le rose blue», de Ciro Dammico).
«No es bueno reír los viernes, se dice que se llora el lunes», le dice el diablo a Nazareno mientras camina tranquilo por un prado, y claro aquel personaje oscuro interpretado por Alcón, se hace presente una y otra vez para recordarle su condición de séptimo hijo varón marcado por el destino de convertirse las noches de luna llena en un lobizón.
«Es una película qué parte de mi ingenuidad de pensar que enviando mensajes se iban a apaciguar los ánimos», le confesó el director a la periodista Adriana Schettini en el libro «Pasen y vean», refiriéndose al momento crucial del rodaje de la película en medio del gran enfrentamiento entre la derecha y la izquierda del peronismo gobernante tras la muerte de Perón que prologó el periodo más oscuro de la historia argentina, el de la última dictadura cívico militar.
El resultado fue la película más taquillera de la historia del cine nacional con 2.5 millones de espectadores hasta la aparición de «Relatos salvajes», que la supero con 3.9., pero no consiguió el objetivo buscado por el director.
SOÑAR, SOÑAR (1976)
Tras aquellos dos éxitos Favio tenía vía libre para hacer la película que el quisiera, y lo primero que se le ocurrió junto con su hermano Jorge Zuhair Jury, escribir el guión de una película hecha con personajes de medida para el exitoso cantante melódico italo-argentino Gianfranco Pagliaro, conocido por sus canciones de protesta, y el boxeador campeón mundial de la categoría mediano Carlos Monzón, que ya venía de debutar como actor en «La Mary», junto a Susana Giménez.
La comedia cargada de mucha magia tuvo la mala suerte de tener estreno programado para pocos días después del golpe militar de 1976 y de la instauración de la dictadura cívico-militar que, por su ideología expuesta y proclamada lo terminó arrinconando, forzandolo a exiliarse en Colombia, y a abrir un paréntesis con el cine que recién cerraría en 1993.
GATICA, EL MONO (1993)
La historia, que arranca con la infancia en medio de la pobreza del púgil puntano, sigue después en una Buenos Aires pobre a lo Antonio Berni, donde ya como medio liviano consigue llamar la atención de los amantes del boxéo y la de Juan Domingo Perón, que venía de protagonizar su primer round épico el 17 de octubre de 1945.
Gracias a ese encuentro, el de las «dos potencias». según cuenta la leyenda y la película, Gatica pudo viajar a los Estados Unidos y enfrentarse, en el Madison Square Garden, con el campeón de la categoría, Ike Williams, quien tras hacerlo besar el suelo tres veces terminaría derrotándolo tras um «knock out técnico».
A pesar de la fracaso, Gatica volvió y supo ponerse nuevamente en valor, muchas veces cuestionado por encuentros en los que triunfo sin demasiada justificación, muchas otras veces en forma aparentemente genuina, encuentros que le permitieron convertirse en un personaje mediático a la usanza de la década del 50.
Favio, por más que lo negara, inspirado en «Toro Salvaje» de Scorsese, recurre a un ritmo dinámico para enhebrar la vida pública de Gatica, su militancia en varios momentos subrayada, como las escenas que tienen que ver con su encuentro con Evita en su lecho mortal, pero se detiene particularmente para mostrarlo como un animal sexual, hiperviolento en su trato con las mujeres.
En su afan de darle verosimilitud a las imágenes, Favio cuenta con un gran despliegue escénico, el uso del color y a veces el blanco y negro, la música, en este caso compuesta por Ivan Wyszogrod, y algunas recreaciones monumentales, como pocas veces había mostrado el cine argentino, son suficientes como para darle al todo una calificación de clásico.
«Gatica» fue una superproducción en la que no solo se recupera la escenografía de una época sino los colores que caracterizaron aquellos enfrentamientos sobre el ring del Luna Park (que se convirtió en un gran set de rodaje), sino el de numerosos rincones porteños donde El Mono vivió sus monerías con mujeres, excesos, y permanentes choques no solo con puños enguantados.
Edgardo Nieva se preparó durante años para hacer el papel de su vida, y lo logró porque en la práctica la película se convirtió en su hola y adiós del espectáculo con mayúsculas; detrás de su figura exaltada sobresalieron Virginia Innocenti y Horacio Taicher como El Rusito, y hasta Armando Capó como Perón, o Cecilia Cenci como Evita en su lecho mortal.
El capítulo final de Gatica comienza con el bombardeo de la Plaza de Mayo y con un inmenso cuadro de Juan y Eva quemándose en Balcarce esquina Hipólito Yrigoyen entre autos en llamas y cadáveres, que sigue a la prohibición de boxear al púgil, comienzo de un deterioro que terminara años después en fondas donde se ganaba el puchero saludando a los comensales.
PERÓN, SINFONÍA DEL SENTIMIENTO (1999)
Era necesario convertir en cine la historia del peronismo, y lo mejor que pudo haber ocurrido es que Leonardo Favio se haya encargado de esa tarea para muchos ciclópea, imposible de poder sintetizar – en su caso en casi seis intensas horas- que incluyen un sinfín de los registros fílmicos que se conservan de doce años intensos, los que van de 1943 a 1955.
Para lograrlo Favio invirtió toda su pasión, acreditada por su propia militancia, que incluyó la redacción de un texto de impresionante solidez, una edición insuperable, animaciones inspiradas en Carpani, con música de Iván Wyszogrod y una larga lista de temas clásicos o folclóricos, qué convierten este retrato de aquel Perón en un monumento a la altura del personaje.
«Cuando hice el documental sobre Perón sabía que tenía que ser didáctico y ameno, y me gustó la idea de enriquecer lo estrictamente documental con música y dibujos, pero era un documental. No podría hacer una ficción acerca de Perón», confesó dos años mas tarde cuando se estrenó «Juan y Eva», de Paula de Luque.
La extensa duración de le impidió a «…Sinfonía del sentimiento» pasar por los cines, pero su difusión tuvo diferentes alternativas -el cable, el VHS y finamente el DVD en quiscos de diarios- antes de llegar a las redes.
Fuente: Telam