En el brumoso escenario de un fútbol profesional cada vez más lanzado a la fabricación de castillos de cristal, el senegalés Sadio Mané es una joya capaz de reunir copioso talento en la cancha y una profunda conciencia social.
Por un lado, para que sea dicho de una vez, es uno de los diez mejores delanteros del planeta. Un portento de 174 centímetros y 69 kilogramos de invención en velocidad, cabeza fría, corazón caliente, sentido colectivo y gol.
Siempre con camisetas pesadas: por empezar, la de Metz de Francia, la de Salzburgo de Austria, la de Southampton y después la de los poderosos Liverpool y Bayern Múnich de Alemania.
Todo eso, fruto de la asombrosa habilidad natural que enriqueció en la escuela formativa «Generation Foot» de Dakar.
Hasta ahí, la capital de Senegal, había llegado el Sadio adolescente, el alumbrado por Satou el 10 de abril de 1992 en el humilde caserío de Bambali.
A Satou, su madre, no le avisó cuando de forma repentina viajó de Dakar a Francia. «No tenía crédito en mi tarjeta telefónica. Y la llamé al otro día. Estoy en Francia, mamá. ¿Qué Francia?, tú vives en Senegal, respondió ella. Francia, Europa, mamá. Mi sueño se ha hecho realidad».
Desde su debut en Metz de la Ligue 1, antes de cumplir 20 años, la carrera de Mané fue de menos a más y de más a más, al punto que ya ronda los 200 goles y ha sido campeón en Austria, Alemania e Inglaterra.
En el último mercado europeo protagonizó una de las transferencias más resonantes al firmar con el Bayern Múnich después de una gloriosa etapa en el Liverpool, donde festejó 6 títulos (Liga de Campeones y Mundial de Clubes 2019, entre otros) y anotó 120 goles en 269 partidos.
Mané, de 30 años, anotó el penal decisivo que permitió a la selección de su país quedarse con la clasificación a Qatar tras una infartante definición con la Egipto de su compadre Mo Salah.
Un mes antes de ese partido, en febrero pasado, el actual futbolista del Bayern había determinado, en otra tanda de penales y frente al mismo rival, la primera consagración del equipo senegalés en la historia de la Copa Africana de Naciones, en la que fue distinguido con el premio al mejor jugador.
Nombrado como Futbolista Africano del Año (Gio-CAF Award) en 2019 y 2022, disputará su segundo Mundial consecutivo.
Es máximo anotador de Senegal con 34 en 93 participaciones y uno de ellos versus Japón en el Mundial de Rusia.
A los 11 minutos del empate de 2-2 con los nipones en Ekaterimburgo, Gayé envió un buscapié y Sadio se anticipó al arquero Kawashima, anotó, se arrodilló y besó el césped.
En el próximo Mundial aguardarán Países Bajos, Ecuador y Qatar; esto es, un grupo difícil, muy difícil para los africanos, pero de ninguna manera imposible.
Y como siempre que entra a la cancha, el gran Sadio Mané irá por la gloria deportiva a la vez que en su fuero íntimo se darán por descontados principios inalterables que, una vez, palabras más, palabras menos, selló a fuego de esta manera:
«¿Para qué quiero diez coches Ferrari, veinte relojes con diamantes y dos aviones? ¿Qué harán estos objetos por mí y por el mundo? Yo pasé hambre, trabajé en el campo, jugué descalzo y no fui al colegio. Hoy puedo ayudar a la gente. Prefiero construir escuelas y dar comida o ropa a la gente pobre».
Hace semanas, en la gala del Balón de Oro celebrada en París, la revista France Football lo condecoró con primer premio Socrates, creado para recompensar al futbolista de mayor acción social fuera de los terrenos de juego.
«Gracias a todos, estoy muy contento, un poco intimidado, pero feliz de hacer algo por personas en mi país para que su vida mejore», aseguró al recibir el galaradón de parte del exfutbolista Raí, hermano de Socrates.
¿Pruebas de su generosidad? Donó casi un millón de dólares para la construcción de un hospital de alta complejidad y una escuela en Bambali. Invirtió en el desarrollo de un programa contra el VIH en Malawi; en otro para la prevención del Covid-19 en su país y fomentó el suministro de internet 4G en su pueblo natal. Sadio Mané, un crack solidario.
Fuente: Telam