Por Conrado Yasenza*
Se cumplieron cincuenta años de la muerte de Alejandra Pizarnik. Todas las reseñas inician con la fecha y lugar de nacimiento y cierran con el día de la muerte y el sitio del fin. Estos datos están en casi todas las notas escritas sobre Alejandra. Lo central es que nació y vivió en Avellaneda hasta que sintió que en la primera ciudad del conurbano su vida sería como el trino austero del pájaro en la noche. Esa patria de la infancia no fue el lugar de la felicidad. Escribe Alejandra en su diario: “¿He tenido yo una infancia? No, creo que no. No tengo ni un recuerdo bueno de mi niñez… El solo hecho de recordarla me cubre de cenizas la sangre.” Flora Alejandra, la hija menor de Elías Pizarnik y su esposa Rejzla Bromiker, que entre amigos de juventud será Saha, la Alejandra de resonancias rusas.
En pocos perfiles se menciona desde el comienzo el suicidio; se habla o se escribe que murió un 25 de septiembre de 1972. El suicidio, esa tensión en la vida de Alejandra, esa oscuridad que se instala cuando el cuerpo se va por dentro y que la cautela puja por traer hacia la luz, sea quizá una corona abierta al espanto de la ausencia.
Luego, en los primeros años ’60 del siglo XX, el éxodo interno hacia la gran manzana del Río de la Plata, Buenos Aires, y la vinculación con una subcultura juvenil – en palabras de Edgardo Cozarinsky – que merodeaba los alrededores del Instituto Di Tella.
Dentro de esa confusa latitud que es la adolescencia, o la primera juventud, despierta en Alejandra el amor por el lenguaje, por la palabra. Busca senderos académicos que la lleven hacia esa casa a construir. Estudia periodismo y abandona, lo mismo hace con filosofía; es que la sistematicidad del saber universitario implica para Alejandra un estilo de lectura que la demora; el deseo de Alejandra quiere comprender esa dificultad, que implica la dificultad de la existencia: “ya comprendí la verdad/estalla en mis deseos…/ya comprendí la verdad/ ahora/ a buscar la vida” (La última inocencia, 1956).
Quizás el viaje a Francia en 1960 haya materializado ese deseo de buscar la vida. París es la ciudad donde la amistad va unidad al amor por las palabras, por la literatura; es en París donde forja una especial amistad con Julio Cortázar, a quien admiraba quizá porque Julio miraba el mundo como si estuviera conformado por puentes de confusas latitudes. Es decir, el surrealismo. Cortázar y Alejandra son lecturas que se entrelazan, como sus vidas. Conversé con Cristina Piña, su biógrafa y la poeta a quien le debemos el conocimiento de la obra de Pizarnik, sobre la importancia de ese viaje y me lo confirmó: Fueron los cuatro años más felices de su vida.
Hay dos libros que son exquisitos y perfectos artefactos literarios, gemas poéticas que se caracterizan por un hermetismo y concisión donde la potencia de los versos está abierta al despliegue de los sentidos, donde la belleza está dada por la comunión entre sentidos e imágenes. Esos libros son Árbol de Diana (1962) y Los trabajos y la noches (1965). Poemas que como escribió hace años el periodista Ángel Berlanga, se acercan a la forma del proverbio oriental. Una particularidad de estos poemas es que parecen contener el precepto surrealista de la escritura automática; nada más lejos: Pizarnik trabajaba con pasión por lo que ella quería que significara cada palabra, cada verso. Cristina Piña describe esta etapa como centrípeta, es decir, la subjetividad de Alejandra se ensimisma en ese trabajo de orfebre que torna sus versos casi inefables.
“Escribes poemas
porque
necesitas un lugar
donde sea
lo que no es”
Alejandra Pizarnik entendió la poesía como la manera real de transformar la vida que siente que nada tiene que ver con el mundo de las convenciones y actividades burguesas, mundo en el que no puede existir; en ese sentido, Alejandra construye su propio lenguaje a través del poema; escribe Alejandra: “Mi patria es el lenguaje”. El poema es su casa, el lugar donde habita, donde vivir es existir de verdad. Tras esta idea surge una interrogación inquietante: ¿Hay algo detrás o después del lenguaje?
Esa transformación de la vida es radical ya que en el mundo de las diligencias cotidianas no encuentra un modo de vida real, genuino – Ivonne Bordelois, íntima amiga de Alejandra, dice al respecto: La vida concreta le era ajena) En este entendimiento de que es esencial la transformación de la vida para una real existencia (la transformación del mundo vendrá por añadidura) encontramos la influencia de los poetas malditos como Rimbaud, Lautremont y Baudeliere, y del surrealismo simbolista, y es lo que alimenta la construcción personal de Pizarnik como poeta maldita; Cristina Piña afirma que sin dudas Alejandra Pizarnik es la gran poeta maldita, pero aclara que no debe confundirse esto con el mito del malditismo que romantizado sugiere que el poeta se sienta a esperar que las musas bajen y dicten el verso perturbador. No. En Alejandra hay un gran trabajo de lectura y búsqueda de la palabra que la exprese y que se abra al mundo como una rosa pulverizada.
Entregar la vida a la poesía es rebelarse y romper con los parámetros y la moral del mundo burgués como por ejemplo la noción del trabajo como ordenador de la existencia; o la sexualidad entendida en términos binarios convencionales; Alejandra era bisexual y se afirmaba en esa autopercepción: No soy lesbiana, soy bisexual, decía. Entonces, la entrega de Alejandra a la poesía es total y absoluta como también la permanente interrogación sobre sí misma. Y la rebelión es un objetivo para lograr esa vida que anhela: Los ojos con los cuales se mira el mundo burgués de las convenciones sociales regidas por la moral, deben ser transformados, deben ser pulverizados para crear desde el lenguaje un mundo propio… “La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” (Árbol de Diana) Si se logra pulverizar esos ojos que miran la rosa (el mundo) desde los parámetros que instituye el mundo convencional/burgués, se logra acceder a la esencia de la rosa, la vida verdadera.
En este proceso de transformación subyace una sensación de melancolía, de angustia, de soledad y muerte; la potencia del mundo existente es arrolladora, ese mundo es una desgracia que sólo el poema y su lenguaje pueden modificar; es el falso jardín a destruir.
Alejandra trabaja entonces en ese lenguaje, en esa palabra propia, en esa casa donde las palabras son resignificadas, talladas como dijes, silenciadas en un pizarrón hasta encontrar esa forma que exprese lo que Alejandra siente y es. Entonces, es la poesía el lugar donde todo sucede, y en la poesía cobran real sentido conceptos como verdad, belleza y libertad. Dice Alejandra: “A semejanza del amor, del humor, del suicidio y de todo acto profundamente subversivo, la poesía se desentiende de lo que no es su libertad o su verdad”.
Hay un momento, que posiblemente comienza luego del regreso de su segundo viaje a Francia (la Francia del Mayo Francés) en el cual Alejandra experimenta una profunda sensación de ausencia, de soledad, y esto se refleja en su lenguaje que torna más obsceno, violento; son los versos extensos y en prosa de Extracción de la piedra de la locura (1968) y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa, libros donde Pizarnik rompe el lenguaje, lo destruye. Cristina Piña sostiene que es el momento donde el orden simbólico —la lengua, la cultura—, es subvertido con lo cual la ecuación sexo-muerte se registra en el lenguaje mismo. Es la contrapartida al movimiento centrípeto de Árbol de Diana. La inminencia de la muerte acompañada por ese sentimiento de ausencia es un indicio de esa ruptura con el lenguaje: “… las palabras no hacen el amor/hacen la ausencia/si digo agua ¿beberé?/si digo pan ¿comeré?”. El fin se manifiesta en la ruptura, el lenguaje ya no sirve para crear esa casa donde todo es posible. La angustia acecha y ya no es una sombra. Cuando se rompe el lenguaje que se ha construido para habitarlo y desde el cual habitar, ya no queda para Alejandra algo detrás o después de esa palabra, de ese lenguaje.
Esa luminosidad que generaban sus poemas se apaga y son las propias iluminaciones las que la dejan en tinieblas. Ella lo sabe, ese es el final.
*Periodista. Director de la Revista La Tecl@ Eñe. Docente en UNDAV.
Fuente: Telam