Esta imagen es un clásico en países del Norte Global, sobre todo en las temporadas de liquidaciones, que cada vez son más frecuentes: miles de personas desesperadas corriendo de un lado al otro en shoppings; agolpándose en cadenas como H&M, Forever 21 o Primark para conseguir prendas a dos, tres, cinco dólares y saliendo por las puertas con las manos abarrotadas de bolsas.
Esta postal tiene su correlato 2.0: los hauls, una práctica en la cual un usuario hace una compra masiva de ropa online y la muestra en sus perfiles de TikTok, Instagram o YouTube. Hasta hace unas décadas, las marcas competían para producir prendas duraderas como valor agregado. Hoy en día, son casi descartables.
Previamente, las marcas de indumentaria presentaban dos colecciones anuales: una para los meses de primavera y verano y otra para los de otoño e invierno. Sin embargo, desde principios de los dos mil la industria textil escaló este paradigma: los percheros de las tiendas masivas comenzaron a recambiarse a un ritmo cada más desenfrenado, hasta casi una vez por semana.
La consigna es clara: confeccionar prendas con los costos de producción más baratos posibles, venderlas a precios extremadamente baratos para el consumo popular (idealmente menos de veinte dólares) e insertarlas en el mercado de forma constante. Una vez que una tendencia está instalada, hacerla obsoleta, desecharla inmediatamente y reemplazarla por otra. Esta práctica tiene un nombre: fast-fashion. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Cuál es el papel de las redes sociales dentro de este escenario? ¿Cómo se manifiesta su impacto?
Consumo y degradación ambiental
Después de la industria ganadera, la textil es la más contaminante del mundo. Según el informe de Fashion on Climate, es responsable de “2100 millones de toneladas de emisiones de gases de efecto invernadero en un solo año, equivalente al 4% de todas las emisiones globales. Esta asombrosa cifra es comparable a las de Francia, Alemania y el Reino Unido combinados”.
Los procesos de producción que implican la extracción de materias primas, la preparación de fibras y el teñido de tejidos son los más agresivos. No solo significan emisiones de carbono, sino también deforestación, ríos enteros contaminados con químicos residuales y miles de toneladas de deshechos textiles acumulados en países del Sur Global.
Recientemente el equipo de investigadores Green Warriors reveló que en Indonesia, en los alrededores del rio Citarum -el más contaminado del mundo-, la mortalidad infantil de menores de 5 años escaló a 175 mil por año. Esto se debe a los tóxicos vertidos por la industria textil. Y eso es solo un caso. Como el fast-fashion se trata de abaratar costos lo más posible, por su definición no podría funcionar sin poner un pie en el acelerador en la precarización ambiental global.
Impacto global
La degradación no solo es ambiental. Como parte de un proceso de continuación de estructuras coloniales y ligado a la globalización, casi el 60% de la fabricación textil tiene lugar en países asiáticos. La tercerización de cada etapa productiva, a su vez, enturbia la transparencia de las condiciones del proceso, ayudando a desligar responsabilidades corporativas.
El derrumbe de la fábrica textil Rana Plaza en 2013 en Bangladesh, donde fueron enterradas vivas 1.135 personas que habían denunciado previamente que el edificio estaba colapsando, no cambió la situación de esclavitud moderna a las que son forzadas sus trabajadoras. (La amplia mayoría son mujeres, que además están expuestas a todo tipo de abusos, no solo económicos). Por otro lado solo en este país, desde el 2017, el Estado detectó 35 mil casos de niños esclavizados en fábricas. Casi el 20% de esa cifra está vinculada a la industria de indumentaria, según reportes de la Organización Internacional del Trabajo.
En 2020 se hizo viral un artículo de Dakha Tribune que relataba cómo una pareja de jóvenes empleados de un taller en Bangladesh fue obligada a vender a su bebé recién nacido para pagar las cuentas de un hospital privado, tras la práctica de una cesárea. Forbes difundió esa noticia y, además, el hecho de que cuando este país entró en cuarentena el 26 de marzo de ese año, estas manufacturas fueron las únicas empresas que no cerraron. En julio del 2020, a su vez, The Times investigó cómo durante la pandemia los trabajadores eran obligados a trabajar hacinados, con salarios de pobreza e incluso dando positivo de COVID.
No se puede hablar de moda sin hablar de capitalismo
Rosario Díaz es activista, diseñadora desde el 2004 y cofundadora del Club de Reparadores, un espacio que busca extender la vida útil de los objetos. Para ella, es imposible hablar de fast-fashion si no se habla antes de extractivismo y de sociedad de consumo. “Perdón si me pongo muy vehemente o marxista cuando me refiero a este tema, pero me hierve la sangre de solo pensarlo”, aclara antes de dar su testimonio a Télam.
Como investigadora de la FADU, Díaz advirtió inmediatamente que este tema no genera interés dentro de esta facultad ya que “a nadie le conviene que se hable de esto”. A su vez, nota cómo mucha gente cree que el impacto social y ambiental de la industria textil no es algo de su incumbencia, ya que no consideran que sean personas “que sigan la moda”. Sin embargo, para ella es un problema de políticas públicas que involucra sobre todo a las clases medias y altas, “porque los pobres muchas veces no pueden elegir qué usar” y compromete a gobiernos, marcas, famosos, publicistas y modelos.
-Rosario, ¿qué lectura podrías hacer del fenómeno del fast-fashion?
-No lo llamaría fenómeno, sino consecuencias políticas, sociales y económicas que derivan de un plan que se puso en marcha hace más de 50 años para que las personas dejen de ser usuarios y pasen a ser consumidores. El Fast-Fashion en un eslabón y la punta de lanza del “american way of life”, donde lo que se quiere presentar como democratización del diseño es en realidad la estandarización de los estereotipos publicitarios para que lleguen a más escala. Vender ropa seriada de mil estilos para todos los gustos, todas las edades, barata y accesible para todos, a costa de la explotación laboral y ambiental.
-¿Qué significa que las personas “dejen de ser usuarios y pasen a ser consumidores”?
-Antes de los años 50’s, durante la época de la Escuela de Diseño de la Bauhaus, lo que se buscaba era que los productos duren para toda una vida. Sin embargo, en esa década empezó la publicidad como la conocemos hoy en día. Se empezaron a hacer focus-groups para entender la emoción de esas amas de casa cuando se les rompía un electrodoméstico o veían que su vecina se trajo del exterior uno mucho mejor. Ahí fue que las corporaciones y las agencias comenzaron a diseñar un modelo de consumo que hizo que todo el tiempo queramos cosas nuevas.
En el mundo de la moda, este paradigma explotó a partir de los 2000, de la mano de la globalización y los enclaves de mano de obra precarizada. A su vez, surgieron fenómenos pop por como Britney Spears, donde en un videoclip de cuatro minutos lucía 10 mil atuendos. Eso hacía que las adolescentes, por ejemplo, quieran toda esa ropa. Por eso se dice que en esa década empezó el derrape.
-¿Cómo caracterizarías el fast-fashion en países del Sur Global?
-Hay diferencias. En principio, que en los países del mal llamado “Primer Mundo” la población suele tener más dinero. Por eso, hay muchísima más cantidad de consumo de ropa y más descarte. Existen basurales textiles inmensos, donde hay prendas hasta con la etiqueta puesta. Una de las problemáticas del fast-fashion es, justamente, ¿qué se hace con todo lo que se tira? En algunos países hay tachos gigantes para que la gente deposite ahí lo que no usa. Lo que estoy estudiando es cómo esa ropa es puesta en fardos por peso y toneladas y generalmente rematada en países de África.
-¿Qué pasa con esa ropa?
-Hay un mercado gigante en una ciudad que se llama Kantamanto, por ejemplo, donde llegan esas prendas de segunda mano. La gente las adquiere por peso y ahí mismo se llevan la sorpresa de lo que compraron. Eso lo venden en mantas, posteriormente. Y se armó un revuelo internacional, porque en Senegal el Estado detectó que esta práctica estaba horadando a la industria nacional. Entonces vetaron que lleguen esos aviones con toneladas y toneladas de ropa. Es como si acá llegara un container con kilos de ropa de H&M y la tiraran, por ejemplo, en Palermo. ¿Quién le va a ir a comprar a un vecino de Flores?
-¿Qué le responderías a alguien que alega que el fast-fashion democratizó el acceso a la moda?
-Es algo antiguo. Con internet, la globalización y el fast-fashion es muy difícil que alguien se quede sin el estilo que quiere, estamos en una instancia superadora. Antes de los 2000 lo que estaba en auge era la alta costura, que solo podía lucir un 1%. Ahora eso no pasa, ¿quién quiere un vestido Armani? Además, ¿a quién democratiza? ¿A las mujeres que trabajan 16 horas por día, con los hijos lejos para poder mandarles comida? A ellas la democracia no les llegó. En el libro “Woman in clothing” hay el testimonio de una mujer que era la encargada en una fábrica de Victoria’s Secret, que durante 5 años solo se dedicó solamente a coser el costado de los corpiños. Ella decía: “uno de mis sueños era tener uno de los corpiños que yo cosí durante cinco años. Pero nunca pude acceder a eso”.
No estar de moda es la nueva moda
Un caso paradigmático de la implicancia de las influencers en el consumo de fast-fashion es Shein. Esta marca china, que envía sus productos a todas partes del mundo, incluso a Argentina, fue creada en el 2008. Durante la pandemia fue la que más ganancias en su tipo generó (10 billones de dólares) y la más comentada en las redes sociales.
Su estrategia: lograr que muchas influencers, sobre todo de TikTok, muestren en sus perfiles y simultáneamente una misma tendencia para que, inmediatamente, se sature el mercado y enseguida “pase de moda”; deje de ser algo exclusivo y se pierda su interés. Cuando esa prenda o ese estilo se convierte en algo vulgar, enseguida repiten el proceso con algo nuevo. Esta rueda se volvió tan rápida que, entre que un diseñador piensa una idea y la misma se fabrica, a veces no se tarda más que tres días. Diariamente se añaden cientos de productos novedosos a su sitio web. El 70% de lo que se vende en esta página tiene menos de tres meses de circulación.
En TikTok buscar #SheinHaul arroja resultados infinitos, donde se pueden ver a miles de influencers internacionales abrir bolsas y cajas gigantes con ropa de Shein para armar y proponer múltiples looks. A pesar de que “en la vida real” repetir ropa es algo completamente habitual, en esta red social empezó a ser señalado como algo mal visto, algo ordinario. Por eso las usuarias, sobre todo las más jóvenes, están cada vez más presionadas a mostrarse con outfits nuevos en cada posteo para seguir siendo virales y relevantes.
Por otro lado, las redes sociales ya no privilegian las fotos, sino los videos, donde se espera que las tiktokers e instagrammers muestren no solo un look, sino varios. Si bien antes quienes imponían la moda eran un grupo selecto de celebridades y modelos cuidadosamente curadas por las revistas, hoy cualquiera puede ser un fashion-icon. Y para serlo, hay que estar a la altura de las reglas del juego (que impone la industria), como señala la modelo y divulgadora Mina Le, cuyo posteo confrontando a esta marca supera los 3,4 millones de vistas.
“Por suerte hay una contracultura, que todavía es de nicho, pero es un contrarrelato al fin”, señala Rocío Díaz acerca de las críticas que recibe este sistema y quienes lo desafían. Mientras firmas como HyM o Adidas hacen un greenwashing lanzando al mercado algunos (pocos) productos, más caros que el resto, hechos supuestamente “de forma ecológica”, cada vez son más las personas que eligen comprar en ferias de segunda mano o privilegiar prendas atemporales, clásicos que nunca pasan de moda.
En las redes sociales, hasta Shein tuvo su boicot: se empezaron a hacer virales videos en TikTok de chicas llamando a no consumirlo, justamente, su impacto socioambiental y por apropiarse de estilos creados por diseñadores independientes. En esta red, solamente el hashtag #BoicottShaine tuvo 19,4 millones de visualizaciones.
Apenas es un foco, tal vez microscópico, comparado con la influencia de esta marca en el mercado. Sin embargo, la resistencia es la nueva tendencia: revertir el sistema, pasar de ser consumidores desagenciados a usuarios conscientes para desnudar las lógicas de este sistema y vestirse con conciencia.
Fuente: Telam